Tecnología que no ordena, caos que se agrava: la modernización fallida del tránsito en San Isidro

Mientras la gestión municipal se jacta de incorporar tecnología para ordenar el tránsito, los vecinos de San Isidro ven cómo los embotellamientos aumentan y los semáforos funcionan peor
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 Entre los 40 y los 50 años, muchas personas enfrentan una rutina estructurada: compromisos laborales ineludibles, hijos en edad escolar, responsabilidades familiares y poco margen para imprevistos. En ese contexto, el tránsito urbano puede ser un aliado silencioso o un obstáculo desgastante. En San Isidro, lamentablemente, se ha convertido en lo segundo.

El municipio dispone de más de 213 cruces semaforizados y asegura —según datos oficiales de 2024— que más del 80% están gestionados con un sistema inteligente capaz de leer el flujo vehicular y adaptarse a él. Pero en la calle, la experiencia es otra: semáforos mal programados, tiempos de espera innecesarios, embotellamientos repetidos. Se responsabiliza a la falta de conocimiento del territorio de los funcionarios, y su incapacidad para organizarlo.

Vecinos de diferentes zonas, como Acassuso y Boulogne, advierten que los semáforos generan más caos que orden, incluso en horarios donde antes se circulaba sin problema. “En 10 cuadras frené siete veces. Es una locura. Con los chicos en el asiento de atrás y el reloj corriendo, uno se siente rehén del sistema”, contó un padre camino al colegio.

Clarín  expuso las sospechas detrás de una de las medidas de la actual gestión al suspender el sistema de fotomultas. Una decisión que prometía una “revisión legal” parece esconder un trasfondo político y electoral, ya que las multas volverían apenas pasen las elecciones, según trascendidos oficiales. En los hechos,además, generó una sensación de impunidad vial: nadie respeta las normas porque nadie las controla.

Clara, vecina de Martínez, denunció “volví a escuchar correr picadas, hace tiempo no se escuchaban”.
Lo preocupante no es solo el efecto inmediato, sino el mensaje que se instala: el Estado gasta en tecnología, pero no gestiona ni supervisa su eficacia. Se invierten recursos —dinero de los contribuyentes— sin rendir cuentas, sin publicar métricas, sin ajustar lo que falla.

Para quienes transitan a diario, esto no es una cuestión anecdótica. Es tiempo perdido, es tensión innecesaria, es un servicio público fallido que recae sobre los hombros de una generación que ya sostiene demasiado.
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